Hola amigos de Ganster PR. Queria compartir esta lectura de Luis Felipe Diaz: profesor y critico puertorriqueno. Espero la disfruten...
Miguel Negroni
Notas
Miguel Negroni
Ensayo de Luis Felipe Díaz en Modernidad literaria puertorriqueña.
San Juan: Isla Negra Editores, 2005. (Agotado).
"En el fondo del caño hay un negrito" de José Luis González:
Una lectura sicoanalítica
Con todo lo enfático que
pueda ser, el título de "En el fondo del caño hay un negrito" resulta
insuficiente para anticiparnos el trágico drama que llevará a la más penosa
criatura a la pantanosa profundidad.[1] Será luego de
sumergirnos en la corta pero densa lectura del relato que nos quede el
mortificante recuerdo de un ser que desde la profundidad del caño parece
reclamar el rescate. No obstante, y aunque la recuperación del niño no pueda
ser ya realizada, nos sentimos complacidos de que como lectores se nos haya
advertido sobre el yacimiento de ese significante racial (el niño) sumergido en tan (in)deseable y marginal profundidad. De tal
tipo de lectura podría dar testimonio el agrado evidenciado por los lectores,
quienes luego de haberse enterado del más triste suceso, expresan con placidez
el haber reconocido en el drama del niño mucho de su propia imagen no sólo
personal sino colectiva y nacional a la misma vez. Este singular narcisismo que
provoca la recepción del relato es señal de que el lector es llevado, a través
del proceder del niño, a contemplar las coincidencias de su identidad personal
con la poética marginal de la puertorriqueñidad, que connota el niño y su drama.
Como veremos, tal reconocimiento del ser nacional no
sólo se realiza por medio de la proyección temática del cuento sino también
mediante la sico-recepción que impone su atractivo formal y estructural.[2] El relato se
convierte, en ese sentido, en espejo que invita a contemplarnos en él y, así,
sumergirnos en un proceso ritualizador de la identidad nacional y cultural y
sus simbólicos espejos.
En lo
referente al aspecto de reconocernos en el relato, debemos tener presente antes
de nada que en la conducta narcisista la imagen que podría obtener un individuo de sí
mismo le resulta muy atractiva, pues advierte en el plácido reflejo su propio e
imaginario ser. Y ya por relacionarse de una manera tan directa con lo
especular y el imaginario, este relato de José Luis González nos ofrece, en ese
sentido, una proyección muy atractiva y significativa que, más allá de lo
mostrado en el contenido, nos sugiere el fenómeno del reflejo en la creación
literaria misma. De ahí que lo singularmente importante en este relato sea el
proceso de recepción espejística de un sujeto (el niño, el autor, el lector)
que, más allá de contemplar un objeto distanciado, sin plena conciencia de
ello, se ve y se busca (se crea) a sí mismo en la otredad observada en el
afuera. El niño se contempla en el otro niño del reflejo; el
autor y el lector se observan en el relato, con las posibilidades de también reconocer un otro. Se nos
presenta así una alegoría especular que nos revela el más ferviente deseo del
ser nacional puertorriqueño esmerado en contemplar (y en salvaguardar) en el
reflejo de la creación literaria misma (en el imaginario) su más obsesiva
identidad cultural que lo separa del simbólico de la cultura moderna y colonial
que se entregan a los mandatos de la Ley del Padre Simbólico. Hay un proyecto
de trabajo en el allá afuera al cual el padre se tendrá que entregar, contrario
al niño que se va en la búsqueda de su propia imagen y ser.
Pero
antes de sumergirnos en el relato conviene ubicarnos al lado de la consciente
emisión del cuento, para advertir inicialmente el empeño de José Luis González
en captar la estructura del mito de Narciso en la conciencia nacional
puertorriqueña y transmitirlo en su
vertiente más poética y literaria.[3] Mas no se trata de una simple transferencia
del arquetipo clásico del narcisismo a la cultura puertorriqueña. Se trata más
bien de una recreación artística de la peculiar estructura del mito de Narciso,
coincidente en este caso con el proceso cultural puertorriqueño en una
vertiente histórica y cultural muy precisa. La extraordinaria conciencia
ideológica de José Luis González lo llevó a nutrirse de las significaciones del
proceso histórico-cultural puertorriqueño de la década de finales del cuarenta
y principios del cincuenta para la creación de este cuento.[4] Fue el momento histórico en que se evidenciaba
el traspaso de un periodo cultural de orden agrario y rural a uno de tipo
industrial y urbano, a un nuevo constructo patriarcal. En ese traspaso, el
sujeto letrado de la escritura nacional hace un paro momentáneo para
contemplarse en su movilidad histórica y en su identidad cultural. Tal y como
se contemplan los personajes unos a los otros, José Luis González permite que el
lector se vea en el espejo del cuento que refleja la cultura en que vive, tanto a nivel consciente como inconsciente. Nos
vamos al trabajo en el muelle con el padre, mientras se ahoga el infante
nacional que llevamos dentro.
Pero
aplacemos para más adelante el aspecto de las correlaciones históricas y
consideremos, primeramente, tanto el mito como el aspecto sicoanalítico que
sirven de base a este relato. Para el sicoanálisis contemporáneo (el que parte
de Sigmund Freud y continúa en Jacques Lacan) el narcisismo hace referencia,
básicamente, a la conducta de un sujeto que observa complacientemente su propia
imagen, expresando así un exclusivo e indecible amor por sí mismo.[5] Tal concepción se inspira en una
simplificación moderna del mito de Narciso. Se nos relata en éste cómo Narciso,
al ver la belleza de un joven, reflejada en las aguas (su propia imagen), se
lanza en la búsqueda de sí mismo, quedando como señal del fallido intento, la
flor que lleva el nombre del caído ser. Y ya en su acepción más clásica y
extensa el mito distingue a Narciso como hijo de la ninfa Liríope y del dios
fluvial Céfiro.[6] En una ocasión Liríope se presenta ante el
adivino Tiresias para conocer el destino de su hijo. Sorprendentemente Tiresias
le responde: "Narciso vivirá hasta la edad madura con tal de que nunca se
conozca a sí mismo". Otras versiones dan como respuesta del augur:
"tu hijo llegará a edad avanzada si no se da cuenta jamás de su
belleza". Una de las versiones del mito destaca la participación, por otra
parte, de la ninfa llamada Eco, quien sólo podía activar su voz para repetir
voces ajenas. En una ocasión en que Narciso sale a cazar ciervos, Eco lo sigue
a hurtadillas con el deseo de conversar con él, pero sin poder hablarle primero
dada su peculiar incapacidad. Y al lograrlo finalmente le hace proposiciones
amorosas a Narciso, pero sólo para recibir su rechazo. Otro enamorado de
Narciso era Amenio, quien al ser también rechazado por Narciso se mata, e
implora venganza a los dioses. El pedido de Amenio es escuchado por Artemisa,
diosa de la venganza, quien condena a Narciso a no consumar su amor y a adorar
su reflejo en el agua. En esa misma versión del mito, Eco escucha los lamentos
de Narciso, prisionero de su propia imagen en la fuente, y repite textualmente
sus lamentos. Conmovida, la ninfa se clava una daga en el pecho y su
sangre empapa la tierra de donde nace la blanca flor del narciso con su
corolario rojo. Como podemos ver, pese a que son varias las versiones del mito,
cabe distinguir invariablemente en la mayoría de ellas la capacidad de un
sujeto para reconocer su propia imagen y para aceptar o rechazar la otredad. Y
entendiéndase que en el caso del narcisismo esta otredad refiere
paradójicamente a la mismedad, y de ahí lo del eco y la imagen de sí mismo. El
yo que se observa en el otro se observa a sí mismo en esa imaginaria identidad.
A partir de este reconocimiento del irónico encuentro de la otredad se
estructura la relación del mito de Narciso con el relato "En el fondo del
caño hay un negrito".
El
sicoanálisis contemporáneo reconoce cómo, al despreciar el amor de sus
seguidores, Narciso vive para sí mismo, ama únicamente su imagen pero sólo para
confundir irónicamente lo mismo con lo otro.[7] La conducta erótica de Narciso implica a la
larga la resistencia a despegarse de la madre y a negarse a aceptar la
separación del emergente yo y el primitivo ello. Tan singular proceder lo
conduce a ingresar (o regresar) a lo imaginario y al sueño, y a desear
inconscientemente la muerte. Pero quizás sean el eros y su contrapartida, la
violencia (vinculada al deseo de muerte),[8] los dos aspectos de mayor importancia en el
narcisismo. De relevancia resulta también, como se verá hacia finales de
nuestro trabajo, que tanto para el mito como para el sicoanálisis, mediante su
muerte, Narciso continúa viviendo por medio del simbolismo (mito) de la flor
que lleva su nombre. La muerte se propone así como ritual oficiador del
sacrificio del yo, mas no como acto destructivo, sino cual evento que propicia
el ingreso al simbolismo y a la feliz inmortalidad que ofrece la constante
presencia del arte (de la flor). En el cuento que aquí nos ocupa, el título
mismo queda, al igual que la flor en el mito, como señal y recordatorio de
haberse realizado allí un evento trágico y profundamente poético, que el relato
nos pide recordar y recrear tal y como se repite el mito.
Pero,
como es de esperarse, en esta narración José Luis González estructura el mito
de Narciso de manera muy particular. Acudamos al texto para distinguir su
especificidad. En la perpectiva frontal del relato nuestro autor coloca
primeramente la situación en que se encuentran los padres del niño y las
circunstancias sociales que los arropa, para luego exponer en el trasfondo el
drama narcisista del negrito Melodía. En esta estructuración el autor destaca,
además, y manteniendo siempre como eje la situación del niño, otros dos dramas
muy singularmente relacionados. Se trata de la peculiar relación del padre con
el mundo del trabajo, y del proceder de las dos mujeres que observan a los
negros desde la parte más seca y privilegiada del arrabal. Quedan así insertados
en el cuento una serie de micro-relatos que nos refieren primeramente a la
actividad especular del infante, al particular drama de los padres del niño, y
luego a la actitud de la colectividad que contempla desde afuera. La
inter-relación de estos micro-relatos nos proporciona un mejor entendimiento de
la situación del negrito y de las significaciones profundas (sico-semánticas)
del cuento. Nos
refieren estos micro-relatos también a la situación de sujetos que,
contrariamente al niño, contemplan un otro en el afuera, cuando ese otro está
de alguna manera relacionado con lo que ocurre en sus adentros, en su propia
construcción narcisista. En ese sentido, el niño es el único con capacidad de
observarse a sí mismo y encontrar un escape que lo separe de "la
ley del padre".
La
primera sección del relato nos ofrece la perpectiva de la miserable situación
de los padres, no sin antes, en el párrafo inicial, presentarse ya la acción
primordial que le brinda la dinámica a todo el cuento: esto es, el negrito
Melodía contempla su imagen en el agua. En lo que sigue a esta primera parte,
el narrador aprovecha la particular situación de los padres para enlazarla a la
actitud que en la distancia asume el mundo afuerino de "Automóviles,
guaguas y camiones". Será hacia ese espacio de las máquinas
(metonimia de lo que podríamos considerar el mundo capitalino-capitalista, o la
nueva modernidad) que se dirigirá el padre en busca del capital para el
sustento de su familia.
La
siguiente sección se divide en tres segmentos. En el primero se nos presenta
por segunda vez al negrito Melodía en su gesta narcisista. En el segmento que
procede aparece el micro-relato de "Dos mujeres" que presencian con
cierta actitud piadosa el drama de los recien llegados negros. Más adelante, el
tercer segmento nos refiere al padre de Melodía ya en su regreso al humilde
hogar, luego de un día de jornada. Y finalizando el relato, la tercera sección
nos expone brevemente la caída de Melodía en la profundidad de las aguas.
Adviértase cómo en todas las secciones y sus segmentos se destaca sucesivamente
el sentir (el eros) de un sujeto que observa una otredad; primeramente el niño,
luego el padre, más adelante de la colectividad y por último las mujeres. Todos
ellos observan una otredad de la cual obtienen una sensación ya sea de amor o
de inconsciente rechazo o violencia. Del niño y de las mujeres se desprende el
amor; del padre y de la colectividad, la subliminal violencia.
El narrador inicia la primera parte del relato
ofreciendo la perspectiva sicológica de los padres y del niño, para proyectar
luego la dimensión sociológica del mundo capitalino de aquellos que observan
desde las afueras del arrabal. Más adelante ese mismo narrador nos proyecta el
sentir piadoso del mundo jíbaro, representado por las dos mujeres, quienes
también observan desde las colindancias del arrabal. La violencia proveniente
del afuera social es presenciada y sentida por el padre, mientras que el drama
del acontecer en lo interno del hogar del niño es observado con piedad a
distancia por las mujeres. Mas lo que realmente conviene distinguir es cómo el
autor y su narrador observan, desde la perspectiva que les ofrece la autoría
narrativa, el drama de todos los agentes que ocupan su relato. Desde este punto
de vista y perspectiva se nos ofrece lo que se podría considerar como el opinar
oculto del autor, y es ahí donde podemos ubicar las significaciones amplias y
totalizantes de este cuento de José L. González. Habría que tener presente más
adelante, en lo referente a esta amplia proyección de las significaciones, si
el relato se convierte en espacio espejístico (meta-escenario) en el cual el
autor se reconoce a sí mismo en su acto creativo, tal y como les ocurre tanto
al niño, al verse reflejado en las aguas, como al lector al identificarse con
el drama especular del niño Melodía.
El cuento
comienza ofreciendo una perspectiva del acontecer familiar, específicamente el
de la peculiar relación de los padres de Melodía. Al iniciar la narración
dentro de esa vertiente, el autor destaca una constante en el relato vinculada
al mito de Narciso. Se trata del eros como fuerza que define la sicología
profunda del individuo. Junto a este tema del eros, el autor impondrá, además,
signos de temporalidad y ambientación espacial. Y se trata de lo siguiente:
temprano en la mañana el niño Melodía se mira en el fondo del caño, mientras
sus padres, que acaban de despertar, se disponen a iniciar las faenas
mañaneras. El despertar y la mirada (actos especulares) se convierten
inmediatamente en acciones de una gran significación simbólica. El evento clave
del primer párrafo (el mirar del niño hacia el agua abajo) resulta en paradigma
seguido por el despertar de los padres y por las peculiares miradas de la mujer
al marido. El aspecto de la mirada de los padres se enlaza así al drama y a la
tragedia del niño que se contempla en las aguas. Si el niño se mira con agrado
en el agua, los padres se contemplan con extraña peculiaridad el uno al otro.
¿Y qué relación podría poseer el mirarse de los padres, el uno al otro, con la
acción del niño contemplándose en las aguas? Habría que distinguir primeramente
que contrario al agrado que siente el niño al verse en el agua, la mirada de
los padres conlleva nociones de desagrado y ruptura. Veámos:
La mujer despertó
sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre se rió. Todas las
mañanas era igual: la mujer despertaba con aquella cara de susto que a él le
provocaba una gracia sin maldad. La primera vez que él le vió aquella
cara de susto a la mujer no fue en un despertar, sino la noche en que se
acostaron juntos por primera vez.
Como se
ha señalado, el acto de la mirada y lo especular, es decir, la capacidad que
pueda poseer un sujeto para concebirse frente al reflejo, posee amplia
significación para entender el tema del eros en este cuento. Sabemos ya desde
el primer párrafo que la mirada del niño se relaciona con el peculiar atractivo
y placer (el eros) que encuentra en la imagen que observa. Mas en contraste con
la placidez que obtiene el infante de sí mismo, resalta ahora el malestar que
sienten los padres al descubrirse insatisfechos uno frente al otro en sus
chocantes miradas.
Pero
advirtamos cómo, además de en lo visual, también en el sentido de lo palatal se
expresa la insatisfacción en el sentir del niño. Sobre esto, luego del grito
represivo que el padre le dirige al niño (“-Mire, eche p’adentro! diantre ‘e
muchacho disinquieto!”), nos dice el narrador: "se quedó en silencio en un
rincón, chupándose un dedito porque tenía hambre". Estas alusiones al
frustrado paladar aparecen igualmente enlazadas a la carestía de alimento que
encuentran los padres esa mañana. De ahí que, una vez más, la falta de estímulo
del paladar y la ausencia de placer y satisfacción nos remitan al eros del
malestar y la ruptura manifiestas en los padres a través de la mirada:
pero se interrumpió cuando
vio que la mujer empezaba a poner aquella otra cara, la cara que a él no le
hacía gracia y que ella sólo ponía cuando él le hacía preguntas como ésa. La
primera vez que le vió aquella cara a la mujer fue la noche que regresó a la
casa borracho y deseoso de ella y se le fue encima pero la borrachera no le
dejó hacer nada. Quizá por eso a él no le gustaba verle aquella cara a la
mujer.
Debemos distinguir, pues, cómo la insatisfacción
ya de lo visual, palatal o sexual ocasiona ruptura y malestar, y se relaciona
de manera subrepticia con la violencia que se encuentra en la otredad
contemplada. Muy
significativo resulta, en este mismo segmento, que el autor vincule el malestar
que acosa al matrimonio, a la violencia que igualmente se desprende del sector
social que observa desde afuera. Para ello la narración nos lleva a un nuevo
micro-relato en el cual, rebazándose ya el nivel sicológico de lo individual y
familiar, se atiende el aspecto sociológico. El relato nos refiere esta vez a
las miradas provenientes (a la otredad) de los que observan desde las afueras
del hogar.[9] Nos sorprende ahora que el padre, quien ha
sido sujeto en control del escenario que le rodea, se convierta esta vez en
objeto de extrañeza y desprecio para aquellos que le observan desde las afueras
del arrabal:
Luego miró hacia arriba,
hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas, y camiones pasaban en un
desfile interminable. El hombre sintiendo, viendo cómo desde casi todos los
vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de
aquel brazo de mar: el "caño" sobre cuyas márgenes pantanosas había
ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a
mirar la casucha cuando el automóvil, la guagua o el camión, llegaba a la mitad
del puente, y después seguía mirando, volteando gradualmente la cabeza hasta
que el automóvil, o la guagua o el camión, tomaba la curva allá adelante. El
hombre sonrió. Y después murmuró: - ¡Pendejos!
Ya en los
dos eventos hasta aquí considerados (la mirada de desprecio y el rechazo de la
esposa y de la colectividad), hemos podido advertir cómo la figura paterna
se encuentra constantemente con la mirada agresiva del otro, quien desde el afuera lo contempla. Primeramente
el padre de Melodía se topa con la agresiva mirada de la esposa y luego con la
de quienes desde de las guaguas y automóviles los miran anclados en el arrabal.
Esta vez el padre, ahora reconocido como "hombre", profiere, como
respuesta a la mirada de extrañeza del otro, un lexema cargado de violencia:
"pendejos". Mas ni aún antes de esto el padre se había mostrado como
simple víctima, pues ya él mismo se había presentado algo poseído de un
subliminal impulso de violencia verbal si consideramos que a principios del
relato le gritaba al niño: "-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre 'e muchacho
disinquieto!". No obstante, el aspecto que nos debe interesar aquí es que
tales palabras de amonestación, concebidas dentro de la teoría sicoanalítica,
inician al infante de manera agresiva y paranoica en el ingreso al dominio del
Nombre-del-padre (o el complejo de Edipo). El padre del niño se ve acosado a su
vez por las demandas del mundo moderno que lo impulsan a separarse de la
familia y a unirse a la nueva Ley que impone el mundo del trabajo capitalino.
Sobre ello hablaremos más adelante. Lo que sí debemos
distinguir ahora es la agresión verbal y visual característica del mundo
familiar y social que rodea a la figura del padre y la notable manera en que
tal proceder contrasta con la agradable atmósfera que el niño descubre, por
otra parte, en la imaginaria y especular visión de sí mismo. Así nos lo indica el primer segmento de la sección
número 2 cuando nos dice:
La segunda vez que el
negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del
mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo.
Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía.
Melodía había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una
respuesta a la suya. Entonces hizo así con la manita, y desde el fondo del caño
el otro negrito le hizo así con la manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y
le pareció también que desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa.
La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana
ya estaba listo.
Distíngase
aquí el principio de placer alcanzado por medio de la risa espontánea que no se
puede reprimir y que contrasta con la risa provocada por el susto y el miedo
paranoico en el caso de la conducta especular de los padres a principios del
relato. Mientras en los fragmentos anteriormente discutidos, lo especular,
sonoro y oral era índice del eros de ruptura, rechazo y violencia, aquí el
deseo del infante señala unidad y encuentro armonioso con el otro de sí mismo.
Se desprende igualmente del fragmento que se acaba de citar, la cercanía del
niño a lo armonioso si nos fijamos en la constante repetición del nombre
Melodía, con las alusiones connotativas que tal nombre ofrece a lo relacionado
con el placer de lo sonoro y del arte. Adviértase también, en lo referente al
sonido, cómo a inicios del cuento el intento que llevaba al infante a
contemplarse en las aguas era interrumpido por la violenta sonoridad de la voz
del padre. Mas ahora, como vemos en lo citado, el sonido se relaciona con el
llamado de la madre, quien se apresta a proveerle alimento al infante.
Considerados de esa manera, que los vínculos de ambos acontecimientos son de
claro corte sicoanalítico. Mientras el padre representa el principio del
trabajo, la violencia (paranoica) y el malestar sonoro, la madre significa para
el niño la aceptación, el amor y la sonoridad armoniosa que se asocia con la
sonrisa del otro niño en el fondo del caño. Se comprende así, en lo referente a
la figura del padre, que muy distante está Melodía de ingresar en el consabido
complejo de Edipo y su autoridad patriarcal.[10] De esa negativa a aceptar el ámbito del
dominio del padre resultará el interés del cuentista en fijar el niño a la
etapa narcisista del surgimiento del yo que es anterior al interés por el padre
y lo que éste representa. En la teoría sicoanalítica, esta etapa corresponde
muy bien al estadio pre-verbal en que el infante aparece todavía con grandes
vínculos a la madre (al imaginario) y muy distante de haber asimilado todo el
simbolismo que implica el desarrollo del ego y mucho menos de lo edípico, del
Nombre-del-Padre y de las relaciones que ello posee con las demandas que se le
imponen al infante, de asimilar el poder dominante y patriarcal (falócrata) en
la cultura que subyuga a los sujetos y los controla dentro de ordenamientos de
obediencia.[11]
En esta
segunda sección del relato que estamos discutiendo, además de revelarse la
dimensión sicológica del niño, también cobra importancia el aspecto de lo
sociológico a través del sentir de la colectividad femenina que contempla desde
las afueras el lamentable drama familiar. Luego del breve episodio del niño
observándose en las aguas, el autor cambia la perspectiva y nos presenta a
"Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en la tierra firme".
Advertimos ahora que si bien el aspecto especular del narcisismo y de la
apropiación del yo han sido importantes en el cuento, también lo es el de la
posesión de la tierra. Se establecen así asociaciones del dominio de la tierra
con la identidad del yo, con la pertenencia a la madre y a la (madre)patria. No
es de olvidar que ya el título del cuento nos ha avisado que se trata de la
pertenencia y permanencia del símbolo del niño en la espacialidad más
escatológica y marginal, ese espacio (el caño) —no exactamente cristalino ni
terrestre— del que todos pretenden alejarse y al que nadie quisiera llegar (la
otredad más marginal). Los padres del niño, quienes viven en el arrabal que se
erige sobre el pantanoso "caño" se han visto obligados a vivir en ese
área marginal, distantes de la "seguridad" que ofrece la tierra firme.
De esa manera, los negros del arrabal aparecen como los seres más distantes y
marginales del símbolo de la tierra-madre más cercana a la eguridad del
imaginario de los blancos). Las dos mujeres, por su parte, en representación
del sentir del jíbaro blanco ante la situación de los negros, observan el drama
del destierro y, a pesar de su solapado prejuicio, se apiadan, desde "la
parte máh sequita", de la desgracia de los negros. El proponer el apacible
sentir femenino (y sus vínculos con la tierra) como contrapartida de la
violencia del mundo moderno queimpone las mudanzas se hace, una vez más,
patente.
En este
segmento referente al sentir de las mujeres, el cuento continúa dentro de la
secuencia de un sujeto que contempla su otredad, esta vez desde el afuera.
Pero en este evento de las dos mujeres las relaciones no son de violencia de
clases o conflicto racial como en el caso de los hombres que observaban al
padre del niño desde los automóviles. Se trata de dos mujeres representantes
del símbolo materno, que se apiadan de la llegada y "caída" de los
"negroh arrimaoh". Las dos mujeres aparecen, a su vez, en marcado
contraste con los hombres capitalinos del agresivo mundo de guaguas y camiones,
quienes miran con desprecio a los del arrabal. Mas la tendencia tanto de las
mujeres como de los que miran desde los automóviles es la de ubicarse cada vez
más en el afuera de la marginalidad, en lo que sería para el sicoanálisis la
espacialidad del Poder del mundo patriarcal y del complejo de Edipo (el padre
de Melodía, pese a ser un sujeto marginal, a la larga tendrá que entregarse a
ese mundo a través de su necesidad de trabajo). La movilidad del niño —y del
cuentista a un nivel más profundo— será, por el contrario, la de buscar el
adentro, el ámbito que se asocia a lo interno del (pre)yo y al narcisismo, para
alejarse precisamente de las afueras del poder patriarcal que provoca la mirada
paranoica y violenta hacia el otro. Ese espacio que separa del Poder y el padre
es el de la diferencia y la marginalidad que lleva al caño como metonimia de lo
femenino y la muerte. Es el espacio de la mirada placentera que lleva al otro
silencioso (sin el lenguaje del padre) que se reconoce en el agua y su
(pre)natal recibimiento.
Cabe
destacar, una vez más, que, frente a las significaciones de violencia
emergentes del ámbito de lo paterno, se posan las relaciones del eros de la
piedad y la ternura que caracterizan a las dos mujeres y sus afinidades con el
simbolismo de la tierra-madre. Este privilegio brindado en el cuento al eros maternal
se distingue aún más al destacarse la solidaridad de las mujeres, quienes
ofrecen a la madre las hojas de guanábana para alimentar al infante y
gratificar su demanda palatal (aunque las demandas del niño son ya mucho
mayores que el simple alivio oral). La alusión a la Virgen a finales del
fragmento viene a ofrecer mayor énfasis a esta privilegiada noción de la piedad
maternal que satisface un deseo que más allá de lo biológico o social es
mítico. Se trata a la larga del deseo de pertenencia a un orden de mayor
significación que el del padre y la sociedad capitalina, y que sólo se podrá
encontrar en lo más escatológico de la diferencia y la marginalidad.
Luego de
estas consideraciones simbólicas referentes a la presencia de lo femenino en el
drama del niño, en el último segmento de esta sección II se alude una vez más
al padre ya en su regreso del trabajo al hogar. A finales de la primera sección
se nos había relatado cómo el padre del niño se dirigía hacia ese mundo de la
carretera y del ruido de los automóviles que le acosara. Ahora, a finales de
esta última sección advertimos que se trata del mundo de los
"muelles", de la mercancía y del trabajo. Se sugiere con ello la
partida del padre hacia el mundo del capital para ganar el sustento de su
familia, como también de su inevitable entrega a ese espacio de la oficialidad
afuerina y modernizadora que, según vimos al principio del relato, le tratara
con extraña violencia subliminal y paranoica del trabajo (el nuevo orden
patriarcal del capital). El padre ha tenido, en tal sentido, que reprimir su
deseo agresivo contra ese mundo que denominara de "Pendejos", y
entregársele, tal y como en el relato sicoanalítico el hijo se rinde ante el
padre, aceptando su poder y ley y rindiéndose a la castración. Si bien el niño,
como hemos visto, se resiste a ingresar en los espacios de la obediencia y del
complejo de Edipo, el padre, sin embargo, debe entregarse a ese orden a un
nivel más amplio. De esa entrega surge lo que tanto lo diferencia del niño,
pues éste se caracteriza por su negativa a ingresar en los espacios afuerinos.
Además, en extremo diferente a la mirada paranoica del padre hacia su esposa es
la relación de atracción del niño hacia su propia imagen, que carece de sentido
de persecusión, sino más bien de seducción. El padre de Melodía, sin embargo, y
llevado por la necesidad de sostener su familia, termina rindiéndose al dominio
del Poder que impone el complejo de Edipo que ya ha dominado al mundo del
trabajo capitalista, a esos espacios de la centralidad y oficialidad que
demarcan la diferencia del arrabal en toda su otredad.[12] Muy contraria resultará, sin embargo, la
acción del negrito Melodía al entregarse al otro que ve en el reflejo y que
representa todo lo contrario a lo que la cultura de la oficialidad falocéntrica
demanda. En ese sentido, el acto de Melodía es transgresor y diferenciador,
pues lleva al extremo contrario de lo exigido por la oficialidad y el poder
masculino del trabajo. De esta subversión participa el autor en su escritura y
el lector en el placer que le provoca la lectura.
Interesante
nos debe resultar ahora la gratificación que siente el padre por primera vez.
Al regresar del trabajo en los muelles, el cansancio en su espalda le es
confortado por el sonido de las monedas que palpa con placer en el fondo de su
bolsillo:
Al atardecer, el hombre
estaba cansado. Le dolía la espalda. Pero venía palpando las monedas en el
fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cual era un
vellón, cuál de diez, cuál de peseta.
La
ausencia de placer que anteriormente experimentara en la relación matrimonial
esta vez sí la obtiene de las monedas que le proporciona el mundo del trabajo.
Más se trata de un residuo monetario "en el fondo del bolsillo",
sintagma este que podría contraponerse con el ya aludido en el título, "en
el fondo del caño". Del contraste de ambos sintagmas emerge la sugerida e
irónica asociación entre la pérdida final del niño en el silencio profundo del
caño, y la ruidosa ganancia monetaria en la superficie. La ironía en ese
sentido es clara: mientras el padre gana el capital para el sustento del niño,
lo pierde en el fondo del caño. Ya el narrador nos ha advertido que al partir
el padre hacia el mundo del trabajo "el ruido de los
automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha" (subrayado
suplido). El rechazo al ruido (al lenguaje) de la moderna sociedad capitalista
resulta patente y contrasta con la alusión a la placidez sonora del nombre del
niño (Melodía) y con el silencio que podría encontrar en el fondo del caño y en
la muerte.
En la
sección final (la III) asistimos al drama de la caída de Melodía al fondo del
caño. Su vespertina caída —cuya connotación apunta el descenso a la penumbra
del inconsciente—, junto a la tardanza del padre, nos señalan similarmente el
rechazo a los violentos espacios del poder y el sonoro capital. Tanto la
tardanza del padre como la caída del niño indican específicamente el rechazo a
la violencia que ejerce el sujeto dominante (el mundo moderno del capital)
hacia la otredad. Pero más allá de la mímesis de la obra, el ingreso de Melodía
a la profundidad del caño se presenta como diégesis del destino narrativo que
le ha deparado el cuentista y como medida de repudio al mundo del complejo de
Edipo y a la sociedad capitalista.[13] Es el cuentista mismo quien a la larga escoge
lo escatológico de la profundidad del caño y rechaza el ruidoso simbolismo
monetario (también escatológico) de la sociedad capitalista. De ahí que la
única alternativa de Melodía (y del autor) sea la búsqueda hacia lo más
recondito del interior que compromete con lo más inconsciente y diferente, con
la otredad escatológica más lejana al ruido y más cercana a la melodía. Se
busca así el espacio de la superación imaginaria (alcanzada a través de la
muerte simbólica) por cuanto ésta sería la única que llevaría a romper con la
sociedad capitalista. Se busca un nuevo imaginario no comprometido con el ruido
del capital.
Para
algunos lectores la caída del negrito podría aludir a la catástrofe, a la
pérdida, al suicidio y la ruptura total. Tal interpretación nos limitaría, sin
embargo, a una lectura que obvia las implicaciones simbólicas y profundas del
relato.[14] El no considerar tal nivel profundo en la
interpretación implicaría malograr la lectura narcisista (imaginaria y de
aceptación) del cuento, que el autor pretende precisamente obtener del lector.
Y para adentrarnos en tales consideraciones del simbolismo del acto de la caída
del negrito habría que entender el concepto básico del narcisismo que el
cuentista parece muy bien perseguir en su relato. Se requiere junto a ello,
además, captar el mito que concibe la creación literaria como espacio muy
distintivo en el que se salvaguarda la dignidad y defensa del arte por encima
de las imposiciones de la realidad del mundo del capital.
Entiéndase
que al considerar aquí el narcisismo no se hace referencia a una emoción
egoísta y negativa (patológica, autística) que enajena de lo externo y de la
realidad, y cuyas implicaciones puedan ser de estancamiento o desviación.[15] De lo que se trata es de reconocer en el
narcisismo una fijación en lo interno-imaginario que aquí en el cuento que nos
ocupa adquiere sentido por sus implicaciones de rechazo a la violencia oblicua
del Otro del mundo externo (al Orden Simbólico) que domina los actos
conscientes e inconscientes del padre y de la cultura dominante en general.[16] Se infiere de ahí que mientras los padres se
encuentran atrapados por el mundo de la alteridad y la violencia (reconocido a
través de sus miradas que no se encuentran en lo placentero), el niño, como se
entiende en el sicoanálisis, busca inconscientemente la identidad y la armonía
con una imagen o metáfora contraria a la del Nombre-del-padre y del Orden
Simbólico de la cultura falócrata y patriarcal. Como hemos visto, en el deseo
de buscarse, los padres terminan extrañándose y distanciándose en la alteridad
y otredad de sus imágenes. El negrito, entendiendo que sus acciones son
trasunto de los deseos del autor, al retrotraerse y verse de manera armoniosa
en la otredad de su imagen se lanza inconscientemente a la búsqueda de su
mismedad, para evitar la contradicción y enajenación en que han caído sus
padres y para no comprometerse con el mundo capitalista del afuera que ha sido
precisamente el que ha formado la paranoica conciencia y el trunco deseo de los
padres. Contrario a lo considerado por los padres y los demás sujetos en el
relato, para el infante la verdad parece no estar en el afuera sino en el
adentro, en el lado opuesto a lo impuesto por el Orden Simbólico de la cultura.
Ese mundo del afuera se encuentra controlado por la ruptura y la violencia,
sacudido por la lucha racial y el conflicto clases. Es un mundo carente de una
erótica armoniosa, incapaz de instalar al individuo en contacto consigo mismo y
en equilibrio con la otredad que se podría encontrar a través de la mirada. El
impulsivo rechazo del niño a ese mundo de la violencia y el capital adquiere
entonces sentido y nos refiere al sentir más profundo de la ideología y visión
estética del autor que también desea desprenderse de esas significaciones que
ofrece el mundo capitalista del desarrollismo muñocista de los años 50. Dentro
del contexto simbólico que ofrece ese mundo se escribe el cuento y es a él al
cual el relato alude ulteriormente. Si a algo se niega firmemente José Luis
Gonzáles, como negro socialista e independentista, es a aceptar las
construcciones otreicas que impone la mirada racista y violenta del poder
estadolibrista y sus mandatos castrantes y carentes del encuentro con una
genuina otredad.
Para el
discurso ya propiamente sicoanalítico, en el estadio narcisista todo infante ha
de pasar por la etapa (pre)espejística en la que solamente es capaz de explorar
desarticuladamente lo externo con la mirada, el oído y el sentido palatal, y
con muy poca capacidad conceptual por encontrarse todavía en la etapa
propiamente pre-verbal.[17] En esta etapa el infante se encuentra
instalado en lo que se concibe como el Orden Imaginario[18] que se relaciona con el campo de la fantasía y
las imágenes, y donde se desea permanecer apegado a la madre. Mas este deseo
surge precisamente en el instante en que la madre se va distanciando del
infante y en el momento en que éste ha ido independizándose y cobrando
conciencia del no-yo y consecuentemente del yo. El arquetipo de esta etapa es
la del niño frente al espejo, fascinado con su propia imagen y en la etapa
inicial de reconocimiento del cuerpo del yo. De ahí que el Orden Imaginario se
relacione con la fascinación visual, la conducta pre-verbal y el deseo de
permanecer apegado al seno de la madre. El infante siente su cuerpo como parte
de la felicidad materna, la cual no concibe como otredad sino como una
extensión de él mismo. Esta sensación es muy contraria a la que habrá de
recibir más adelante del cuerpo de la Otredad que ha relacionado con el padre y
el complejo de Edipo, y la violencia (represión) que esta representación
patriarcal le sugiere. El deseo de permanencia en el espacio de la felicidad
materna no le permite al infante, sin embargo, distinguir su separación real de
la madre como tampoco reconocer que ella es, en verdad, parte de ese afuera del
padre y del poder social. Por ello que a la larga, y ya no sólo en la teoría
sicoanalítica sino en lo referente también al negrito Melodía, el único espacio
que puede asegurar la unidad, la permanencia y la armonía es el de la regresión
al imaginario que marca la ruptura (la muerte) con lo simbólico de la cultura.
Y el imaginario (ese estadio del infante que no ha ingresado todavía en las
imposiciones de lo patriarcal) resulta precisamente en el lugar común más
deseado por el arte y la literatura, puesto que es éste instante o estadio el
que le confiere verdadero sentido al deseo de superar el tiempo y la historia
dominados por el Poder del Nombre-del-padre y el trabajo capitalista. El
artista, en tal sentido, y en su deseo de no comprometerse con el poder y la
oficialidad del Orden Simbólico, ve seducida su labor, al igual que el niño,
por la regresión que le llevaría a encontrar una diferente felicidad en el
Imaginario, en el espacio alterno a las imposiciones realistas de la cultura.
Siguiendo
la teoría sicoanalítica, adviértase que en el estadio conducente al Orden
Imaginario, el infante carece de coordinación física por los primeros seis
meses pese a sus algo desarrolladas capacidades visuales. Esta experiencia
pre-espejística aparece localizada por el sicoanálisis en la fantasía o sueño
fragmentarios (en lo imaginario) que obtiene el infante a raíz de las caricias,
la voz y la manutención que ofrece la madre. La búsqueda de una felicidad más
amplia y total aparece en la etapa ya propiamente espejística subsiguiente (de
seis a dieciocho meses), la cual establece el deseo por la unidad, que se encuentra
en la imagen en que mentalmente el niño ha aprendido a proyectar la unidad de
su yo a partir de la diferenciación respecto de la madre. Es justamente en este
momento de abandono del imaginario que ofrece la madre y del posterior
acercamiento al ingreso a lo simbólico del padre donde se encuentra, desde el
punto de vista sicológico, el niño de "En el fondo del caño...". Como
hemos señalado, tanto el niño como el cuentista se resisten a abandonar el
Imaginario y a ingresar plenamente en el Orden Simbólico que definen al padre y
al Poder del capital.
En
realidad, desde ese punto de vista, todo individuo ha de pasar en el desarrollo
de su personalidad por la etapa espejística que crea la noción básica de
su yo (espacio céntrico) y de la otredad a partir de la relación con lo
materno. Luego de esta etapa narcisista inicial todo infante debe comenzar a
conceptualizar y simbolizar a partir de su ego ya formado y diferenciado del
no-yo. De ahí que los impulsos primarios de ese yo que en realidad desea permanecer
junto a la madre, tengan que ser posteriormente postergados a la Ley del padre
para ingresar en lo que se entiende como el complejo de Edipo y la ley de
castración y la cultura falogocéntrica. En el relato, movido más por la
inspiración poética que por demandas de lo verosímil-real, José Luis González
propone la necesidad de permanecer en la etapa narcisista como medida de
protección de la alienación que representa el ingreso en el Orden Simbólico de
la sociedad y la historia dominadas por el racismo y el clasismo y por la
alienante actividad capitalista. González coloca al niño en la transición del
ser cercano a abandonar su constitución narcisista (el reconocimiento del yo
incorporado a la demanda social). El abandonar su constitución narcisista y entrar
en el complejo de castración que le impone el padre (la cultura dominante)
significaría el unirse inevitablemente a la violenta dinámica del mundo
capitalista y a las patologías subliminales (como el recismo y el clasismo) que
han dominado a los demás sujetos en el cuento. Por esa razón nuestro autor
retrotrae el niño al narcisismo primario para no inmiscuirlo en el mundo de la
violenta otredad del Complejo de Edipo y la castración (la misma que ya ha
sufrido el padre del niño). Y ello porque el proceso de crecimiento que lleva a
la socialización es el que impone a los individuos la inconsciente hostilidad
(paranoia) del uno hacia el otro (como ya ha ocurrido con los padres) y hacia
los que se encuentran en la marginalidad. Se trata del sujeto en todo su deseo
subconsciente de hostilidad hacia la otredad. Esa es la característica
fundamental y el modo de proceder del sistema capitalista que margina a los
negros en las afueras de la ciudad, en el arrabal y en la otredad. Subliminal
es también la hostilidad de aquellos que desde la carretera (espacio de la
modernidad) miran a los negros sumergidos en el arrabal y es parte de la
paranoia inmersa en los integrantes de ese tipo de sociedad clasista y racista.
Los
padres del negrito Melodía, como todo sujeto adulto, han pasado ya por la etapa
espejística y han internalizado la etapa del Nombre-del-Padre y por lo tanto la
pertenencia y obediencia al Orden Simbólico de la cultura patriarcal. De ahí su
pérdida de la identidad imaginaria y su identificación con una otredad (con una
mirada) que sólo puede ofrecerles un trunco e insatisfecho eros que los lleva a
un subrepticio e inconsciente (patológico) deseo de violencia y agresión hacia
el otro. Melodía, no obstante, con su caída que marca el rechazo al mundo
que lo rodea, interrumpe ese ciclo para regresar al espacio de origen, anterior
a toda entrega a la Ley tanto paterna como social. Mas el eros original que lo
retrotraería al imaginario maternal que ofrece satisfacción al yo, sólo podrá
encontrarlo esta vez en lo más subordinado y marginal, en las aguas del caño
que se asocian con el imaginario del arquetipo femenino anterior a la madre
real y que se relaciona más con el Deseo fantasioso y la muerte. La movilidad
regresiva del niño queda así asociada a la labor de su creador, quien ha
preferido refugiarse en un espacio imaginario (el de la imagen literaria) la
cual le permite distanciarse y superar el mundo de la violencia y de las
imposiciones de la ideología monetaria del Orden Simbólico dominado por el
ruidoso lenguaje de la sociedad capitalina. Frente al sonido de las monedas en
el fondo del bolsillo y ante el ruido del los automóviles y los camiones de la
ciudad el autor prefiere, como el niño, el silencio, la melodía de "la
muerte" (espacio alterno a la ruidosa vida capitalista) que ofrece el
fondo del caño.
Tomado
así en consideración, el acto de Melodía se nos revela como el deseo del autor
por ingresar al espacio originario de la imagen (anterior a la corrupción de la
realidad sexual y social) y por encontrar el ámbito que define al signo
literario capaz de contemplarse y concebirse a sí mismo por encima de las
imposiciones de la realidad. Desde ese lugar del imaginario poético el autor
podrá divisar y rechazar la Otredad de la sociedad y la historia que
inadvertidamente se han entregado sin consciencia de ello, como el padre de
Melodía, al placer sádico y al eros sonoro del capital. El Orden Simbólico que
domina a los individuos y la historia es visto en el relato, de ese modo, desde
la inteligibilidad imaginaria en que se ha resguardado la conciencia del
artista. Y por ubicarse en la marginalidad escatológica de la negritud y el
caño, ese imaginario logra desprenderse de las contradicciones creadas por el poder
absorbente y centralizador del Orden Simbólico y la oficialidad contraria a la
otredad. Como vemos en el cuento, todos, menos el negrito Melodía, pretenden
alejarse de la zona marginal del caño (aquí la representación del niño es
trasunto del autor). Si bien todos los demás pesonajes alienadamente buscan al
otro (como los padres en sus miradas que no se encuentran plenamente), también
son incapaces de verse a sí mismos y de reconocerse siendo parte de la
oficialidad fálica de la cultura dominante y patriarcal. Así, para el autor y
su personaje, el caño significa la entrada liberadora a un eros y una política
de orden diverso a la cultura falócrata del poder oficial y la violencia.
Entendemos
de esa manera que la sociedad afuerina del capitalismo y el poder patriarcal se
convierte en el centro de la oficialidad y del trabajo, y es el lugar al cual
todos los individuos deben ingresar. Tal sociedad, al estar constituida y
organizada por el Orden Simbólico, impone a los individuos la perspectiva de
ver despectiva y violentamente lo que concibe como la marginalidad y el afuera
(el arrabal, la pobreza, los negros; en un nivel más profundo, la mujer y la
madre). El sujeto es proyectado así dentro de una perspectiva clasista y
racista que exige un proceder violento hacia una otredad y diferencia (el
arrabal) creadas por las propias contradicciones de la centralidad que fabrica
el Poder de la modernidad.
Podamos
decir, a partir de estos señalamientos, que el cuentista no ha presentado su
relato desde esa perspectiva del poder falócrata y oficial (espacio del padre).
La perspectiva de su saber, de su ética y su eros se ubica más bien en la
espacialidad marginal del oprimido y el otro. Al colocarse inicialmente en las
zonas del caño y la negritud, Ganzález nos presenta las afueras del mundo
capitalista como una otredad carente de un genuino eros familiar. El acto de
Melodía nos resulta en tal sentido, en una acción superadora que propone el
deseo por cobrar conciencia del propio ser y negar las zonas del placer fundamentado
en el capital (las monedas en el fondo del bolsillo). Después de todo, la caída
en el caño es acto que le lleva a traspasar simbólicamente la muerte para
ingresar en el espacio de la memoria y la imaginación, es decir, en el espacio
de la escritura y del arte. Mediante tal proceder narrativo el artista ha
alcanzado una estética y una eticidad de orden muy diferente al exigido desde
el afuera por la historia de las clases dominantes del mundo de los automóviles
a que hace referencia el relato. Distanciado de ese mundo, en las páginas del
libro, en el espacio de la diferencia imaginaria se retiene latente la
identidad de la poética del niño (el sentimiento nacional del oprimido) en
suspenso y en espera del rescate. En ese espacio queda instalado el narcisismo
del letrado puertorriqueño (y sus receptores) que mediante su despego ante el
poder oficial y dominante se mantiene al margen, en posición otreica, en espera
de la llegada-rescate de un significante primigeniamente deseado pero sin
alcanzar.
Al
interpretarlo de ese modo reconocemos cómo José L. González nos propone en su
relato la creación de un nuevo sujeto, diferenciado de la figura del padre, y
más a tono con la necesaria liberación del eros del arte (con Narciso). El
padre, al ser devorado por el poder oficial, no logra superar el complejo de
Edipo y representa a los individuos que en esa sociedad se encuentren alienados
de su verdadero ser, de su propia imagen y de su cuerpo. Lo que se revela en la
mirada de ese ser alienado es la imagen de la otredad cargada de violencia,
pues ha perdido el ideal narcisista de su yo y de su mismedad como mediaciones
necesarias para guiar su yo, su propia corporeidad y conciencia, y para superar
la sociedad del capital que invita a la enajenación del sonido monetario. El
arte, en ese sentido, en su constitución de signo con conciencia de sí mismo
como imagen, se propone como el espacio idóneo para refugiarse (tal vez para
combatir) del discurso dominante de la cultura alienada y ofuzcada con la
moneda. Por ello que el arte se conciba como práctica narcisista que libera al
individuo de la alienación social, y que le dota de un eros que se basta a sí
mismo y le coloca en un orden simbólico de privilegio, muy distinto al del
padre y la sociedad.
Notas
[1] Me refiero aquí al verbo "haber" que
se asocia con el perpetuo "estar" de la flor de Narciso en el agua
como señal del estado permanente de un acontecimiento de orden mítico que
requiere ser recordado (ritualizado) por medio de la continua narración. Este
cuento del escritor dominicano-puertorriqueño, José Luis González
(1926-1995), surge por primera vez (?) en la revistaAsomante (Vol. VI,
No. 3, 1950). Luego aparece como relato inicial de su libro de
cuentos En este lado (México: Los presentes, 1954). Curioso
resulta que en esta versión el niño se llama Macarín. Más adelante el niño
también aparece con el nombre de Macarín en la Antología del cuento
puertorriqueño de Cesáreo Rosa Nieves (San Juan: Editorial Campos,
1959, Vol. 2, pp. 415-419). En Cuentos puertorriqueños de hoy de
René Marqués (San Juan: Club del Libro, 1959, pp. 83-88) el infante aparece con
el nombre de Melodía.
[2] Como ocurre en las narraciones de gran
conciencia de su condición formal, este cuento ofrece la proyección de sí mismo
como portador de aquello que se encuentra en su contenido. De ahí que el
narcisismo emitido dentro del relato se encuentre en el acto de recepción, en
la lectura (en el afuera). Después de todo el cuento lleva al lector a
sumergirse en el relato mismo y a inmiscuirse en su condición de lector
narcisista capaz de reconocerse a sí mismo mediante la mirada amorosa. Se trata
de la lectura-conducta contraria al afuera de la sociedad capitalista en que se
encuentra un sujeto con una mirada mediante la cual no es capaz de encontrarse
a sí mismo en su otredad. De ese temor a perderse en el otro surge la paranoia
y la violencia subliminal contra ese mismo otro. En el otro que se mira, y no
encuentra una carga de reconocimiento de sí mismo, Jacques Lacan ve alienación;
para Rene Girard, el miedo surge al reconocerse el posible ataque del otro.
[3] Aquí establecemos la necesaria relación entre
la capacidad creativa y la cultura como proceso portador de su propio discurso
y como estructura que demanda ciertas producciones textuales. En tal sentido la
aparición de este relato no es fortuito sino más bien una necesidad y demanda
de la cultura y su historia. La situación sería análoga al individuo y su
capacidad onírica considerada como demanda necesaria e inconsciente de lo que
le ocurre en la vigilia de la vida real. Así, el discurso literario, al igual
que el sueño (discurso onírico), resulta en una construcción metonímica de la
realidad consciente. Estos aspectos son considerados por Paul Ricoeur (Freud:
una intepretación de la cultura, Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1970) y
por Hernán Vidal (Sentido y práctica de la crítica literaria
socio-histórica: Panfleto para la proposición de una arqueología acotada,
Minneapolis: Ideologies and Literatures, 1984). Tratándose de la consideración
del discurso creativo como alegoría de los procesos histórico-culturales véase
de Fredric Jameson, The Political Unconscious (New York,
Cornell University Press, 1981) y The Ideologies of Theory. Essays (Vols. I y II),
Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988.
[4] Como consecuencia del triunfo del Partido
Popular Democrático y del poder alcanzado por sus constituyentes como grupo con
capacidades hegemónicas en la cultura puertorriqueña de las décadas del
cuarenta y el cincuenta surge un nuevo proyecto social que lleva a urbanizar,
modernizar e industrializar el país. Este proyecto que comienza en el área capitalina,
viene a demandar una nueva fuerza de trabajo, que resulta en una emigración
hacia San Juan tanto de jíbaros blancos del centro de la isla como de negros
costeños, en búsqueda de empleos. Se crea, como consecuencia del clasista
repartimiento de tierras y del exceso poblacional que ofrecen estos grupos
migratorios, del surgimiento de los arrabales capitalinos y adyacentes, en los
terrenos más pantanosos y menos solicitados por las clases más privilegiadas.
Nuestro cuento cobra sentido ideológico dentro de tal reconocimiento del
proceso histórico de las aludidas décadas. En este trabajo permanecemos, no
obstante, dentro de los márgenes semántico-estructurales del análisis, pero
teniendo presente, aunque no se haga mención explícita de ello, una lectura que
posee como base el proceso histórico dentro del cual surge el relato.
[5] Ha sido la crítica sicoanalítica ya más
estructuralista y formalista la que se ha ocupado de la particular concepción
del narcisismo que en nuestro trabajo ofrecemos. Véase de Jean Laplanche y Jean
Bertrand Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Editorial Labor,
S. A., 1974; de Goerges Bastín, Diccionario de psicología sexual,
Barcelona: Editorial Herder, 1972; de James F. Masterson, The Search
for the Real Self ("Portrait of the Narcisssist"), New York: The
Free Press, 1988). También resultan importantes de Igor A. Caruso, Narcisismo
y socialización(Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1975) y de Aiban Hagelin,Narcisismo. Mito
y teoría en la obra de Freud (Buenos Aires: Ediciones Kargieman,
1985). La obra más importante en los estudios estructuralistas del sicoanálisis
es la de Jacques Lacan,Escritos; especialmente el ensayo "El estadio
del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la
experiencia psicioanalítica", (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1971). El
tema del narcisismo adquiere significativa importancia a partir del texto de
Sigmund Freud, Introducción al narcisismo(1914). Exégeta de gran
importancia del discurso lacaniano es Anthony Wilden, especialmente con su
ensayo "Lacan and the Discourse of the Other", con notas y
comentarios, en Speech and Language in Psychoanalysis (Baltimore:
The Johns Hopkins University Press, 1981). También
Ellie Ragland-Sullivan enJacques Lacan and the Philosophy of Psychoanalysis (Chicago:
University of Illinois Press, 1987).
[6] Sobre el mito de Narciso véase de L.
Deudi, Prontuario de mitología griega (Barcelona: Ediciones
Zeus, 1965); y de R. Graves, Los mitos griegos (Buenos Aires:
Editorial Lozada, 1958). De Herbert Marcuse, Eros y civilización (Barcelona:
Editorial Seix Barral, 1968).
[7] En el sicoanálisis lacaniano el concepto del
otro (l'autre) se relaciona con la construccción imaginaria que crea el
infante a partir de su moi en el estadio del espejo. De ahí
surgirá la manera en que el sujeto se concebirá y se presentará a sí mismo. Se
trata de la reflexión o proyección del ego en el imaginario del sujeto. El Otro
("l'Autre") es el lugar en que la lengua se constituye y se relaciona
desde otra parte con la estructura inconsciente que funciona como significante
del Orden Simbólico ("el inconsciente está estructurado como un
lenguaje", para Lacan) y como estructura organizadora del lenguaje de lo
que se podría concebir como el inconsciente del sujeto que responde a las
demandas e imposiciones más implícitas de la cultura ("el inconsciente es
el discurso del Otro", también nos dice Lacan). Este discurso del
inconsciente (formado por el Otro) aparece separado, reprimido, por el sujeto,
quien responde muchas veces con síntomas que señalan su neurosis frente a éste.
Se trata de la estructura relacionada y procedente del Orden Simbólico de la
cultura que organiza la "lengua" y el inconsciente de los individuos
y la sociedad. La madre es quien, para el infante, inicialmente ocupa la
posición del otro de la etapa imagianaria porque es de ella que emana la
satisfacción de las demandas primeras. Más adelante al apartarse de la madre de
su infante, surge el proceso del complejo de castración cuando éste descubre
que aquélla no está completa, que existe una falta en la misma. Véase Speech and Language in Psychoanalysis de Jacques
Lacan (traducción, notas y comentarios de Anthony Wilden (The Johns Hopkins
University Press, 1981). Se
encuentra entonces en la obra de Lacan una separación entre el otro minúsculo y
el mayúsculo; el Otro del lenguaje y el inconsciente (“El inconsciente es el
discurso del Otro”) y el otro especular de la identificación con las personas
de manera imaginaria.
[8] Eros es el impulso o estructura del deseo que
permite a los individuos la construcción de la cultura, pero ese impulso no
puede ser llevado a sus extremos ya que tales individuos deben reprimir y
sublimar el pleno potencial del principio del placer para ajustarse al
principio de la realidad (el trabajo) que tiende a exigir una actividad
desexualizada. Por ello los impulsos se tornan agresivos y destructivos (Eros
versus Tanatos). Véase El yo y el ello y El malestar
de la cultura de Sigmund Freud; así como Eros y civilización de
Herbert Marcuse, libro del que obtengo mayormente mi concepción del eros.
[9] Se trata de una irónica otredad ya que más
adelante el padre se entregará inevitablemente a ese mundo afuerino de la
violencia y el dinero (espacio del Otro), obteniendo de ello beneficio y placer
por medio de las monedas. Así, el padre aparece a la larga dominado por la
hostilidad del mundo afuerino que lleva a la subrepticia (inconsciente)
violencia y ruptura. Tanto la sociedad como el padre se proponen como la
estructura inconsciente que el autor (utilizando al niño como mediación) se
niega a adoptar. Se trata, como se verá más adelante en el texto, del arte en
búsqueda de una espacialidad especular de orden muy distinto. Para los
lacanianos el origen de la violencia en el sujeto humano aparece en el episodio
del reconocimiento jubiloso (affairement jubilatoire) que marca la
placentera unidad con la propia imagen, y más adelante en el reconocimiento
paranoico (connaissance paranoiaque) que distingue la frustración ante
la imagen escindida que provoca el temor a la pérdida y a la ausencia (de la
madre principalmente). El primer reconocimiento está más cercano al imaginario
que ofrece la madre, y el segundo se relaciona con la transición que lleva al
orden simbólico del padre, y es el que lleva a la agresividad debida al temor
de perder la unión placentera al inicial imaginario materno.
[10] Con el complejo de Edipo se designa una
estructura de la conducta emotiva que lleva al sujeto a rivalizar con el
progenitor del mismo sexo, y a reclamar un amor exclusivo del sexo opuesto
(aunque en el caso de las niñas se habla del complejo de Electra). Se trata de
un proceso en la evolución de la sicología del infante, que se da entre los 4 a
los 7 años de edad. Específicamente en el caso del varón, éste se muestra, pese
a su sentimiento agresivo, gentil hacia el padre (ante la amenaza de ser
castrado) para aplazar su deseo por la hembra, que inicialmente lo provee la
madre. Se trata, en términos ya menos freudianos y más lacanianos, de una
castración simbólica en la cual el infante debe desistir de su apego al
imaginario y a las significaciones que le ofrece la madre y aceptar las
imposiciones del Nombre-del-Padre (el-No(mbre)-del-Padre) y de la entrada a las
demandas de la cultura y el Otro (el ingreso inconsciente al falocratismo
cultural). De no ser así se entraría en el ámbito de la sicosis. En el caso del
desarrollo de la cultura, vista análogamente a la manera en que se desenvuelve
el sujeto, el compleo de Edipo se refiere al momento en que se reprime el odio
y la violencia hacia una estructura de poder (el padre de la cultura) y se le
acepta para evitar la violencia y la destrucción. Es el momento en que se
acepta el falocratismo de la cultura en contra de las "marginales"
significaciones femeninas del mundo de la madre y del imaginario. Véase Totem
y tabú de Sigmund Freud, y el citado libro de Herbert Marcuse.
También, y sobre todo, La violencia y lo sagrado (Johns
Hopkins University Press, 1972) y The Scapegoat (Johns Hopkins
University Press, 1986), ambos textos de René Girard.
[11] Para escapar la poderosa relación imaginaria
con la madre y para permitir que el sujeto se constituya como tal en lo real es
esencial que el niño se una al Nombre-del-Padre (Nom-du-Père) o a la
metáfora paterna que está más allá de lo imaginario, en el Orden Simbólico,
según Lacán (obras antes citadas). Se trata de ingresar a la ley del sistema
lingüístico-cultural (la lengua) de la sociedad dominante (del
Orden Simbólico y la castración simbólica). Se ingresa también al
"significante del Falo" que representa simbólica, y no
biológicamente, la separación de la atapa narcisista de la fusión con lo
materno. Aceptar el (No)mbre-del-Padre es acatar la subordinación a un orden
simbólico paterno-social, e implicaría también abandonar la relación imaginaria
con la madre y el ser objeto de su deseo. El concepto de lo materno es
construido durante la etapa pre-espejística y ya propiamente espejística y es
parte integrante del yo narcisista; mientras que el padre es internalizado en
una etapa posterior (que lleva al complejo de Edipo) como estructura simbólica
que establece los límites y la ley falócratas. De aquí que el padre sea
temido y a la vez emulado, que se relacione con la diferencia mientras que la
madre se asocie a lo narcisista. En nuestro relato la voz del padre es la
que nombra violentamente al negrito imponiéndole ingresar en el Orden Simbólico
de la Ley patriarcal. Adviértase que mientras el padre llama
"violentamente" al niño ("-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre 'e
muchacho disinquieto!") la sociedad del trabajo y la moneda igualmente, y
por su parte, reclaman con hostilidad al padre y lo llevan, mediante la
necesidad del trabajo, a ingresar en su dominio violento. El niño, contrario a
lo que normalmente ocurre en el desarrollo del individuo (aplicando el
sicoanálisis), de manera indirecta rechaza el ingreso en el ámbito del dominio
del lenguaje del padre (que a la larga es el de la sociedad de la moneda) para
irse (regresar) en busca del significante maternal (el imaginario que cree ver
en la superficie del agua) que es el objeto inicial, no problemático, del
deseo. Se trata, como veremos más adelante en nuestro análisis, del autor en
franco rechazo por medio del arte, del Nombre-del-Padre, del Orden Simbólico y
de la cultura falócrata y dominante. Se requiere entender cómo por su parte
González rechaza en el cuento esta entrada al Orden Simbólico del plano
ideológico que domina al padre, a quien contempla con cierto distanciamiento
irónico. El interés de nuestro autor se deposita más bien en el deseo de
ingresar a un nuevo espacio imaginario que es el del arte, en el que ingresa
simbólicamente el negrito. Sobre el aspecto del Nombre-del-Padre y su
significado para el análisis de la cultura véase "Lacan and the Discourse
of the Other" en Speech and Language in Psychoanalysis (Jacques
Lacan), traducción notas y cometarios de Anthony Wilden (Baltimore: The
Johns Hopkins University Press, 1981).
[12] Véase nota No. 9. Ver además de Jacques
Lacan, Escritos I, especialmente "El estadio del
espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la
experiencia psicoanalítica" (México: Siglo XXI, 1971) y Lacan: El
Seminario. Los escritos técnicos de Freud I, texto establecido por
Jacques-Allain Miller (Buenos Aires: Ediciones Paidós, 1981).
[13] Habría que preguntarse por qué el niño se
sumerge en el fondo del caño. La contestación no está en el niño puesto que
éste no posee racionalidad o actúa de acuerdo a ella. El deseo transgresor del
autor lo sumerge en el fondo del caño para adentrarse en el inconsciente de lo
femenino y buscar una estabilidad que no se encuentra en el afuera, en el mundo
conflictivo del padre y de la sociedad capitalista de las guaguas y los
automóviles. El niño se va en la búsqueda del otro en el fondo escatológico, y
el autor se va al encuentro de sí mismo y del arte. Para el niño, en ese
sentido, la muerte podría ser liberadora y llevaría al encuentro de un orden
armónico y melodioso perdido en las profundidades del ser. Se trata a la larga
de la negativa de José Luis González a ingresar en la modernidad que impone la
sociedad capitalista y al temor a ser castrado por ésta. Antes que progresión,
González prefiere felizmente la regresión (sin las connotaciones peyorativas y
estereotipadas de este último término).
[14] Con esta alusión al simbolismo no nos
referimos al Orden Simbólico lacaniano antes señalado. Más bien nos
referimos a que la lectura no debe ser ejercida a un simple nivel literal, sino
que se debe alcanzar un segundo orden de significado o de connotación.
[15] El narcisismo ha sido visto por los seguidores
freudianos de la escuela inglesa y americana como un aspecto negativo y enajenante
de la conducta humana que aleja del alcance de un yo saludable. En la sicología
lacaniana el narcisismo se percibe, sin embargo, como una consecuencia
“natural” del efecto de experimentar la otredad como extensión del yo para así
vislumbrar la necesaria unidad del ser. En este sentido la concepción
narcisista de González, por estar inspirada en la intuición poética y
artística, está a tono con Lacán al prescindirse del aspecto patológico y
enfermizo que la siquiatría le adjudica a este fenómeno del desarrollo de la
personalidad del sujeto. No se trata obviamente aquí de una influencia del
sicoanalista francés ya que es poco probable que el escritor puertorriqueño lo
conociera para finales de la década del cuarenta o la de principios del
cincuenta. El narcismo es una estructura de la conducta humana que puede ser
aprehendida de la realidad misma y no necesariamente de la lectura de los
textos de Freud o Lacan. Resulta probable, no obstante, que J. L. González
estuviese al tanto de las teorías freudianas sobre la sicología humana.
[16] El Orden Simbólico se relaciona con los
códigos organizadores de la estructura profunda (inconsciente) de los sistemas
sociales y culturales. El lenguaje pertenece a este orden y es a través del
mismo que el sujeto puede representar deseos y sentimientos y es dentro y
mediante él que es representado y constituido. Lévi-Strauss sugiere que las
leyes sociales que regulan los lazos matrimoniales son estructuradas de manera
similar al lenguaje. El sujeto que está por ser ya tiene un lugar
en el lenguaje, es situado en una red de símbolos inconscientes que organizan y
estructuran su psique. No obstante, el Orden Simbólico no se encuentra
necesariamente en el afuera. Se trata de una construcción mental que el
individuo obtiene desde su entorno. En nuestro relato, el padre del niño tiene
que aceptar el Orden Simbólico de la sociedad capitalista-capitalina puesto que
ya ha internalizado dentro de una concatenación la noción de un Poder que es el
Nombre-del-Padre, lo cual le predispone con aquel orden.
[17] La etapa espejística refiere al evento
ocurrido entre los seis y dieciocho meses en que el infante comienza a
reconocer su imagen en el espejo; lo cual equivale a decir que es una etapa en
la que comienza a desarrollar su ego y a diferenciar su yo del no-yo. Tal
evento alude al drama en que el niño se reconoce en el espejo y se fascina con
su propia imagen. En esta fase el infante comienza a tener contacto con su
corporeidad (que asocia con la de la madre) para tomarla como objeto de su
deseo. Para el 1934 Lacán ingresó a la Société Psychanalytique de Paris y
en el año 1936 presentó su trabajo sobre la etapa del espejo al Congreso
Internacional de Psicoanálisis en Mareibad. El contenido de su pensamiento
sobre la etapa del espejo se presentó en la Encyclopédie Française de
1938. En su Escritos (1966) aparece una versión revisada
presentada en el Congreso Internacional de Psicoanálisis de Zurich (1949).
[18] El sicoanálisis lacaniano nos habla de los
órdenes Imaginario, Simbólico y Real. El Orden Imaginario trata del campo de
las fantasías y las imágenes. Se inicia en la etapa del espejo y se extiende
hacia la adultez. El Orden Simbólico se refiere a la esfera de los sistemas
simbólicos incluyendo los culturales. El lenguaje pertenece a este orden y es
éste el que construye las significaciones que gobiernan al sujeto en la cultura
a través de la intenalización del Otro. El Orden Real trata del dominio fuera
de la conciencia del sujeto y fuera del Orden Simbólico, es lo que el lenguaje
no ha nombrado pero que, sin embargo, afecta al sujeto. Véase "Discurso de Roma" (1953) de Jacques Lacan; The
Language of the Self de Anthony Wilden (Johns Hopkins Press, 1968);
y Jacques Lacan and the Philosophy of Psychoanalysis de Ellie
Ragland-Sullivan (University of Illinois Press, 1987). VerElementos para una enciclopedia del psicoanálisis. El aporte
freudiano. Dirección de Pierre Kaufmann (Buenos Aires: Paidós, 1996).
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